9 de octubre de 2014

Un punto final que no termina nada

El lío en el que está metido Artur Mas es de campeonato, enorme. Lo grande, claro, es que se lo ha buscado él sólo. Y a sabiendas: no creo que los que desde hace muchísimos meses veíamos venir este follón -que no callejón- sin salida, seamos más listos que él. Siempre he creído que cuando metió la pata adelantando las elecciones para tratar de capitalizar la oleada independentista (que ya a priori fue un error tan evidente que lo percibimos muchísimos) y ante los resultados de aquellos comicios, debió dimitir: un fracaso así no permite la continuidad política. Dimitir entonces hubiera sido mucho más elegante que el triste y cutre entierro político (porque, morir, ya hace dos años que murió) que le espera ahora.

Con respecto a Rajoy, tengo ideas -más que sentimientos- encontradas. Lo he dicho muchas veces: por una parte, guardar silencio más allá del enroque en la ley y dejar que Mas et alter se den el porrazo solitos, ha sido una táctica eficaz, como ya es notorio, y que, además, salvaguarda un principio: el presidente legítimo de una nación no debe responder a un envite (a una embestida, más bien) absolutamente ilegal. Simplemente, no procede. Lo que ocurre es que la naturaleza del envite (o de la embestida, insisto) no hace políticamente inteligente -al contrario- esa actitud: se está impugnando la unidad nacional y se está haciendo desde unos sentimientos -en absoluto desde una razón- muy bien cultivados durante treinta años y abonados con una crisis que ha llevado a unos a la desesperación y a otros a la desesperanza. Ante eso, hay que dar una respuesta, hay que ofrecer una alternativa. Los que saben de ajedrez, no ignoran que una defensa siciliana es férrea y muy eficaz, pero que, por sí misma, no gana la partida y que, si no hay una táctica de ataque, la defensa acaba siempre siendo, a la postre, derribada. Rajoy y su banda de tecnócratas ultraliberales no ha sabido ofrecer esa alternativa, dotar de contenido político a su cerrojazo. Que es el problema -uno de los problemas- de futuro del Gobierno de Rajoy: la tecnocracia, sin contenido político, carece de continuidad.

El problema que se ha generado en Cataluña se va, pues, resolviendo. Quizá quede aún un largo período de fuerte estruendo del batir de olas contra los escollos, pero ya está claro que ni los escollos se van a mover ni las olas van a inundar el paseo marítimo (a lo sumo, lo mojarán un poco): no va a haber consulta, no va a haber elecciones plebiscitarias y Rajoy no parece dispuesto a consentir ni siquiera un numerito próximo a lo circense tipo lo de Arenys de Munt. Punto final.

Perdón... ¿punto final?

No, en absoluto. Quedan aún -quizá sumergidos, invisibles, pero ciertos- muchos problemas sin resolver. El sentimiento sigue ahí. Y el sentimiento no es solamente el independentismo puro y duro sino el desarraigo hispánico de mucha gente que no es independentista -porque no le ve el qué a la independencia- pero que, de hecho, tampoco siente ninguna vinculación con la idea de España. Es unitarista por puro sentido práctico; pero si el sentido práctico llega a cambiar de orientación, no le dolerán prendas en militar en el independentismo.

Queda, claro está, el independentismo puro y duro que, aunque minoritario (vuelvo a repetir por enésima que su mejor techo electoral en circunstancias más o menos normales nunca alcanzó el 20%) sí tiene -como se ha visto- una enorme capacidad de activismo y una cierta cuota en el pastel de la sociedad civil y, por ello, una cierta capacidad de financiación. Es verdad que para la asonada que ahora empieza a terminar ha contado con recursos públicos abundantes -en especie y en metálico-, pero su capacidad de maniobra financiera en circunstancias normales no es desdeñable. Tiene, además, perspectiva de crecimiento, por lo que sigue...

Quedan las generaciones futuras. Hemos podido constatar, con el meneo que hemos sufrido, que la zapa ideológica que se ha practicado en la escuela de Cataluña en los últimos treinta años ha dado excelentes resultados: se ha conseguido que importantes proporciones de la población menor de 40 años pertenezca a uno de los dos grupos expuestos dos párrafos más arriba y, por tanto, la población independentista o utilitario-unitarista aumentará e irá ocupando cada vez más amplias cuotas de la sociedad y del poder, en tanto que la población hispanista, falta de referencias en la propia Cataluña, irá descendiendo progresivamente. Tenemos, pues, un problema en la escuela catalana que hay que resolver. ¿Cómo? No lo sé, la verdad, no tengo pócimas amarillas para todo. Pero el problema está ahí y hay que afrontarlo. «Afrontar», por cierto, viene de hacer frente, aviso, no es ignorarlo y dejar que vaya pasando; no es ponerse de culo ante el problema.

Queda un problema politico muy gordo que, ese sí, se lo han buscado los independentistas y tendrán que resolver ellos. Muerta la vía directa, el nacionalismo buscará, lógicamente, la negociación y la obtención de retribución entrando en una futura reforma constitucional (no sé si muy lejana o muy inmediata, pero que yo doy por segura). Aquí nos planteamos dos derivaciones del problema; una, de menor cuantía: ¿hay que premiar con mayores ventajas competenciales y económicas la intentona separatista? Y otra que es verdaderamente importante: ¿dónde está el punto límite de satisfacción de los nacionalistas? ¿Y qué credibilidad tienen en una negociación, en un consenso constitucional? Porque hemos visto con qué habilidad -pese a ser un concepto absolutamente cutre y salchichero- han vendido que la ley no puede estar por encima de los deseos del pueblo. ¿Qué ley se puede pactar con quienes pasan de ella a su conveniencia con una demagogia de andar por casa y mediante falacias de colegial que, pese a todo, logran que esa demagogia sea operativa?

Esto sí que lo veo gravísimo y difícil de solucionar: lo del premio se arregla con generosidad, pero la credibilidad en la negociación de las leyes es un escollo muy difícil de remover. Se pacte lo que se pacte (estado autonómico con más competencias, mejor financiación, estado federal, estado sinfederal...) da lo mismo: el nacionalismo jamás quedará saciado y el independentismo, cuando le convenga, tirará del comodín de impugnar la ley ante los deseos del pueblo. Es absurdo, pero ya hemos visto cómo lo hacen funcionar con un mantra tan simple como estúpido, si bien se mira: volem votar.

Demasiado arroz para tan poco, insípido y pasado pollo como son Rajoy y su banda. Y lo malo es que tampoco se ve mucha ave en los demás partidos, envueltos prácticamente todos ellos (y sin olvidar a los sindicatos) en la corrupción sistémica que nos aqueja. El Régimen del 78 ha perecido ahogado en sobres, cuñados, tresporcientos, tarjetas negras, andorras, Jaguares modelo Lourdes (o sea, que aparecen inopinadamente en un garage), palaus, EREs y demás especialidades. La habilidad del independentismo catalán ha estado en cantar las cuarenta en este ambiente de corrupción y de naufragio (aunque en sus propias filas no hayan faltado muestras ilustres de eso mismo). ETA intentó el separatismo armado y causó mucho dolor, pero chocó contra un Estado fuerte, políticamente bien fundamentado, y se estrelló rompiéndose en mil pedazos. El separatismo catalán ha sido más cuco: ha aprovechado el momento en que la cimentación política del Estado está prácticamente liquidada, corroída en sus propias cepas. Su «Ara o mai» es tan ilustrativo como cierto. No lo ha conseguido pero, al contrario que el independentismo vasco, se ha mantenido incólume y aún fortalecido. Si el Estado no se rearma políticamente más pronto que tarde, la próxima intentona no tardará en llegar. Y será más dura y más peligrosa.

Urge una nueva Constitución o de esta no salimos.

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