12 de noviembre de 2013

Chuscas asociaciones

Este es un mal país para las asociaciones. Y cuando digo «país» da igual que leas España como común o Cataluña en particular, porque lo difícil es establecer qué caso es peor que el otro (nueva prueba de que las diferencias sociológicas son más bien escasas). Hay pocas asociaciones y, en su mayoría de muy mala calidad.

El primer problema es cultural: la gente no se asocia para servir a un fin con un esfuerzo común sino para obtener ventajas y por eso sólo funcionan bien las asociaciones constituidas para ofrecer ventajas a sus socios (clubs automovilísticos, de fútbol, etc.). Y no todas. Pero incluso las que están pensadas para obtener un beneficio de atribución individual en última instancia, van mal si para la obtención de ese beneficio hay que aportar algún esfuerzo. Por eso las cooperativas españolas flojean de remos y sólo algunos ejemplos gloriosos son la excepción. En cuanto a las asociaciones puras y duras, las constituidas para servir a un fin de bien común, están de capa caída, por no decir en la absoluta postración.

Además, aún en las que, mal que bien, funcionan, se producen fenómenos curiosos: por ejemplo, a mí me llama mucho la atención la cantidad de gente que se asocia para, acto seguido, limitarse a pagar cuotas y nada más. Si hablo de una asociación en la que media docena de personas tira del carro y el resto de asociados (sean decenas, centenares e incluso miles) miran la corrida desde la barrera, y no doy más datos, puede pensarse que me estoy refiriendo a la práctica totalidad de las pocas asociaciones que funcionan; sí, porque luego hay otro caso más dramático: las asociaciones microscópicas que, apenas sin socios y sin recursos, llevan una simple vida administrativo-biológica, por decir algo, a base de tres desgraciados que aún mantienen la ficción de esa vida vegetativa y sin sentido. En este último caso me estoy refiriendo a miles de asociaciones.

Hay otras casuísticas sorprendentes: una muy común, por ejemplo, es la de socios que ni prestan su esfuerzo personal ni se molestan siquiera en pagar las cuotas. Yo me pregunto cuál creen que es el valor que aportan. ¿Creen que una asociación vive y es eficaz por tener un libro de socios bien cargadito y nada más? ¿Creen que porque se pueda alegar sin mentir una cifra abultada de socios, la consecución de los fines sociales ya va a cien por hora? Oye, que a ver si pagas cuotas o vienes por aquí a echar unas horitas, hombre... ¿Yo? Pero si ya me di de alta ¿qué más queréis?

El segundo problema es histórico: en este triste país, asociarse equivale a significarse, a retratarse. Pero, caramba... ¿qué importancia puede tener significarse por el hecho de pertenecer a una asociación de vecinos o a un club juvenil? En un país civil o civilizado, ninguna, pero, en este, hubo una época en la que se asesinaba a la gente (a mucha gente) por el hecho de ser suscriptor o comprar o ser visto leyendo un determinado periódico. Y por ir a misa o a una asamblea sindical, no digamos. Eso fue tan terrible que ha quedado marcado en el código genético de la sociedad española: asociarse, aún en la entidad más inocente, es peligroso. «No te signifiques, hijo mío», es un consejo que todos los de mi generación hemos escuchado de nuestros padres al anunciarles nuestra pertenencia a cualquier iniciativa social; y mucho me temo que lo propio viene sucediendo con las generaciones actuales.

Esto de la significación lleva a un último problema que acaba de rematar la nefasta calidad asociativa general: cuando los dirigentes de una asociación lo están haciendo mal o alguien cree que puede hacerse mejor, los discrepantes no suelen manifestar tal discrepancia. Eso sería significarse, aunque también es verdad que el talante democrático de los dirigentes de cualquier cosa en este país llevan a señalar al discrepante con el sambenito del anatema. Consecuencia: no se discrepa; simplemente se entona el esto es una mierda y yo me voy y, consecuentemente, la mierda se perpetúa.

Así murió -aunque la cosa va mucho más allá del ámbito asociativo, si bien el diagnóstico es el mismo- el 15-M. Y murió en pocos días. En cuanto tomaron posesión de las plazas los acróbatas de la asamblea y del huerto urbano en los parterres, la gran mayoría de la gente, de la gente corriente que respondió a la llamada de unos pocos y muy básicos planteamientos, sin pretensiones revolucionarias de ningún tipo, en vez de echarlos a patadas (lo cual hubiera sido significarse), simplemente se encogió de hombros y se fue a casa cediéndoles graciosamente la «marca». Y menos mal que aún hubo alguna -poca- gente normal que sostuvo en alto la esencia inicial del 15-M y de sus esfuerzos han salido iniciativas estupendas y de éxito cívico: PAH, yayoflautas y un escasísimo pero importante etcétera. Pero aquel 15-M masivo, murió en pocos días porque eso «es una mierda y me voy».

Demasiado lastre cultural es todo eso y, encima, poco se hace por irlo soltando, siquiera poco a poco. Y, como conclusión, sólo cabe entonar el consabido «así nos luce el pelo», porque una sociedad civil débil y fragmentaria conduce a lo que estamos viendo: a un estado democrático sólo en lo formal que apesta más a muerto a cada día que pasa.

3 comentarios:

  1. ¿La mala calidad del asociacionismo no será también fruto de una mala calidad democrática? Con la cacicada de la sentencia del Prestige uno acaba por pensar que el ciudadano tiene siempre la batalla perdida.

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    1. ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? Yo creo que, en realidad, el problema es de falta de cultura democrática de la propia ciudadanía, y esa incultura se proyecta sobre el asociacionismo y sobre el sistema en general. Van ambas cosas asociadas a la misma causa.

      La muestra la tienes en el caso «Doctrina Parot». La «Doctrina Parot» fue un atajo, un invento pensado para retorcer el derecho, que daba lugar a situaciones que no convenían o que no gustaban. Ya vamos mal por ahí. Pero luego viene el Tribunal Europeo, endereza el entuerto y mucha gente se vuelve: a) contra el Tribunal Europeo y b) contra el Gobierno que acata su sentencia (como si tuviera opción). Es más, cuando el Tribunal Supremo decide el acatamiento de esa sentencia europea (¡¡no le queda otra!!)... la AVT pide... ¡¡la supresión del Tribunal Supremo!!

      Con estos mimbres, ¿qué calidad asociativa y qué calidad política esperamos tener?

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  2. El problema es el indivualismo mal entendido. Tan mal entendido que en realidad es borreguismo. "Oye, no me digas que es lo que tengo que hacer que yo hago lo que me da la gana". Y lo que me da la gana es seguir al rebaño que es lo que menos trabajo cuesta.
    Así podemos echarle la culpa al cabrón de la cabeza y excusamos nuestra ceguera por el polvo que forman los borregos que nos rodean.
    Así nos han chuleado reyes y aristócratas, terratenientes y potentados, Líderes carismáticos, caciques esperpénticos y hasta bailaoras o trileros de tres al cuarto.
    Aquí la más principal hazaña es especular, comer las uvas de tres en tres como protesta contra los que las toman de dos, y el más listo y celebrado es el que vive sin trabajar, que nunca fue cosa de hidalgos.
    Y andamos mal, porque el remedio son dos bichas malqueridas dos repudiadas virtudes de nuestra moral amorfa: la verdad y el trabajo, que en este pais (lease en efecto Cataluña o España) son capital de tontos y marginados, inadaptados sociales, condenados al ostracismo y como mucho la compasión, pero nunca respetados ni admirados, honra que solo merecen aquí, junto con la envídia, los sinvergüenzas.

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